Está demostrado aunque algunos no se quieren enterar: existe una íntima relación entre la corrupción de un país y el tiempo que tarda su poder judicial en resolver la mayor parte de los conflictos. Cuando estos se eternizan en los juzgados es más fácil que desaparezcan pruebas, los enredos aumenten como táctica dilatoria, los delitos prescriban, la angustia de los inocentes aumente y se somatice ante tantísimo tiempo de espera o los imputados puedan irse más fácilmente de rositas pues el paso del tiempo siempre juega a su favor. Y, por supuesto, los chorizos y corruptos tienen tiempo sobrado de disfrutar de sus ganancias ilegítimas, de gastárselas en provecho propio (porque luego no se les pide que las devuelvan) y, en definitiva, de seguir sacando tajada de su mangancia.
En España conocemos de sobra este proceder lentísimo, tortuguero de la justicia, no sólo porque hay un garantismo excesivo –especialmente cuando existe gente importante de por medio, es decir, corrupción política y económica- sino porque los medios de que se ha dotado al personal encargado de hacer justicia son bastante limitados, además de verse cercenados por unas leyes confeccionadas adrede para defender a quienes las idearon, aplican y ejecutan desde las sedes de los centros de poder (la mayoría fuera de los juzgados). Yo me lo guiso, yo me lo como y yo controlo la digestión de los buenos alimentos que disfruto. (De ahí que la independencia del poder judicial esté bajo mínimos, en el subsuelo). En Italia, otro país del mismo traje que España, la justicia funciona igual. Hace poco el payaso Berlusconi fue condenado a un año de cárcel por escuchas telefónicas ilegales que se produjeron en ¡2005! Unos meses más y el delito hubiera prescrito. Y en España, ahora mismito, está llegando a su presunto final el juicio del Prestige: hace casi once años desde que aquello sucedió. Menuda porquería de "justicia"...
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